El Hierro, la isla del fin del mundo
Antes del descubrimiento de América, el mundo conocido se acababa, por el oeste, en la isla del Hierro, la más pequeña de las Canarias. Por su extremo más sudoccidental pasaba el meridiano 0. Siglos más tarde los franceses lo desplazaron a París y, finalmente, en el siglo XVIII, los ingleses, dueños de los mares en aquella época, lograron hacerlo pasar por Greenwich, sin otra justificación que la de que tenían un observatorio astronómico en aquel lugar.
El Hierro ha sido hasta hace poco una isla, podríamos decir, olvidada en medio del Atlántico. Los pocos turistas que la visitaban lo hacían porque ya conocían las demás islas del archipiélago y solamente les quedaba esta por descubrir. Sin embargo, hace pocos años, en 2011, la erupción de un volcán submarino a poco más de un kilómetro de la población portuaria La Restinga hizo que se empezase a hablar de ella. El temor de que se produjera un cataclismo tuvo dos efectos opuestos: por un lado atrajo la atención de foráneos, pero por otro provocó la huída de una parte importante de la población.
La isla tiene unos 30 kilómetros de largo por unos 15 de ancho y 1.500 metros en su punto más alto. Sólo tiene unos 8.000 habitantes y la mayoría viven en su capital, Valverde, y alrededores. Sus costas, formadas por ríos de lava petrificada, son muy abruptas. Así pues, quien busque unas vacaciones cerca del mar tomando el sol en una playa de aguas tranquilas, más vale que se quede en Tenerife. Nosotros, dispuestos a hacer senderismo, tomamos el ferri en Los Cristianos y en un par de horas desembarcábamos en Puerto de la Estaca. Desde allí, 30 kilómetros en coche hasta el pueblecito La Frontera, al otro lado de la isla, donde habíamos reservado habitaciones en el hotelito familiar «Ida Inés».
La Frontera se encuentra en el centro de una monumental depresión, El Golfo, que se produjo al desplomarse una parte de la isla en el océano, quedando así una hondonada en forma de cuarto de luna, limitada por su parte cóncava por el mar y por la convexa por una pared vertical de más de 1.000 metros. Entre ambas se extiende una llanura de suave pendiente donde se cultivan plátanos, piña americana y uva, de la que se producen excelentes vinos con denominación de origen El Hierro.
A pesar de su pequeño tamaño, la isla cuenta con muchos puntos de interés y una semana nos pasó volando. En coche hicimos más de 400 kilómetros y, caminando, unos 60. Debido a su situación avanzada en el Atlántico, los alisios les aportan muchas nubes que, en forma de nieblas, quedan retenidas entre las ramas de los brezos y bosques de laurisilva que pueblan sus alturas. En la antigüedad y hasta hace pocos años, la falta de agua fue el gran problema de los bimbaches, los habitantes de la isla. Actualmente lo tienen resuelto mediante una planta desalinizadora, un gran acuífero que se encontró bajo la montaña y la importación de agua embotellada. Antes, tenían que subir a pie a buscar el agua en las cumbres. Allí habían ingeniado un curioso procedimiento para aprovechar las gotas de agua que se formaban al condensarse las nieblas en las hojas de los árboles: debajo de éstos construían unos aljibes que las recogían impidiendo así que se filtraran en la tierra. Este sistema posibilitó la supervivencia en la isla y sus habitantes lo conservaron en secreto esperando así que los posibles invasores, viendo que en las tierras bajas no se encontraba agua, desistieran de quedarse. Como reliquia, en un oscuro rincón de bosque, se encuentra el Garoé, el árbol santo que ha recogido agua a lo largo de muchos siglos. Cuenta la leyenda que los españoles desconocían su existencia hasta que una princesa bimbache, al enamorarse de uno de los invasores, le reveló el secreto. Después, arrepentida por su falta, se lanzó al vacío en el precipicio de Jinama.
Este acarreo del agua a lo largo de la historia creó parte de la red de 260 kilómetros de senderos y caminos que el gobierno de la isla ha puesto a punto para los excursionistas. El más importante es el GR 131, que recorre la isla de un extremo al otro, empezando y acabando a orillas del mar y pasando por las cumbres. Nosotros sólo pudimos recorrer parte de los senderos más conocidos, pero quedamos impresionados por lo bien cuidados e indicados que estaban y por la espectacularidad de los paisajes que nos iban descubriendo, desde los áridos desiertos de lava petrificada de las costas hasta las fértiles planicies de las alturas donde pacía el ganado, desde los limpios y acogedores bosques de majestuosos pinos canarios a los húmedos y misteriosos bosques de laurisilva.
La lucha ancestral de los habitantes de la isla para sobrevivir en su aislamiento del resto del mundo continúa actualmente en el esfuerzo que están haciendo para ser energéticamente autosuficientes: desde hace un año tienen en marcha una central hidroeólica que aporta gran parte de la electricidad que necesitan. En realidad, los pocos y ocultos molinos de viento que tienen producen más electricidad de la necesaria. El problema es que no la pueden exportar: la gran profundidad de la sima entre las islas impide el tendido de un cable eléctrico. Pero lo que sí hacen es almacenarla mediante un procedimiento que no por antiguo es menos eficaz: utilizan el exceso de electricidad eólica para hacer funcionar unas bombas que hacen subir agua desde un embalse a nivel del mar a otro situado arriba en la montaña y, cuando no hace viento, la dejan bajar para que haga girar unas turbinas que producen de nuevo electricidad.
Lamentablemente, esta limpia fuente energética no es aún suficiente y tienen que recurrir al uso de turbinas de diesel, pero se han fijado como objetivo poder prescindir de ellas en el futuro. ¡Y seguro que lo consiguen! Todos los habitantes de la isla parecen formar una gran familia empeñada en convertir y mantener aquel rincón del mundo en un pequeño paraíso ecológico. Algo especial debe haber en sus genes pues todos nos trataron con gran amabilidad y alegría, siendo Amós, nuestro anfitrión, el representante más genuino de este carácter. El hotel lo llevaban entre él, su esposa y su hija, pero indudablemente el alma de todo era él. No puedo acabar esta crónica sin darle las gracias por lo que se desvivió para hacer inolvidable nuestra estancia allí: nos aconsejó los lugares más bonitos para ir a caminar y nos recomendó los mejores restaurantes. A través de su gran red de contactos nos organizó interesantes visitas como la de la central hidroeólica o una cata de vinos en el Consejo Regulador. Incluso le curó el dolor de garganta a mi esposa preparándole unas infusiones especiales que, para hacerle efecto, tenía que tomarse al aire libre, fuera de las paredes del hotel… No me atreví a confesarle que soy médico, pues mis remedios no la habían aliviado y, con los suyos, al día siguiente ella ya estaba mucho mejor.
Amigo Pepe ya me has puesto los dientes largos. Con la información que me facilitas ya me estoy imaginando recorriendo el Hierro de punta a punta.
Felicidades por ese bonito artículo.